El tipo era un experto en romper vasos. No era que se dedicaba a lanzarlos ni nada parecido. Se lo pasaba rompiendo vasos. Por accidente. Se le rompían, sin importar lo que hiciera, sin importar los recaudos que tomara. Tenía alacenas llenas de vasos de vidrio, porque sabía que, invariablemente, los iría rompiendo uno por uno.
Él bromeaba. “Thor es el dios del
Rayo. Yo soy el dios del vaso…roto”. Aparentemente era mejor rompiendo vasos
que haciéndose el gracioso.
Lo curioso es que fuera de su casa
jamás rompió un vaso. Nunca. Ni en el bar, ni en los restaurantes, ni en casas
de amigos y amigas. Aunque quisiera, aunque lo intentara, aunque se lo
propusiera, jamás rompió…mejor dicho, jamás logró romper, ni por accidente ni a
propósito, un solo vaso allende las paredes de su hogar.
- ¿Los vasos eran de vidrio? – me
preguntaron una vez.
- Si, claro – respondí sorprendido.
- ¿De qué otro material podrían haber sido?
- No se, podrían haber sido… de
plástico – me respondieron. Me levanté de la mesa y jamás volví a hablarle a
esta persona. ¡Vasos de plástico! ¡VASOS DE PLÁSTICO! ¿¿¿EN SERIO???
El hombre fue nota de interés
cultural un domingo en un diario importante de la Capital, no recuerdo cuál de
todos ellos, pero sí que le hicieron una nota cuando rompió su vaso número
10.000.
- ¿Cómo sabe que rompió exactamente
10.000 vasos? – preguntó el periodista.
El hombre se levantó de la mesa para buscar el cuaderno en el que
anotaba cada rotura de vaso, y al correr la silla para pararse, empujó sin
querer a Bobby, su perro. Bobby, que estaba dormidísimo, se despertó de repente
como asustado y golpeó la misma silla, que a su vez le pegó al hombre (y cuyo
nombre mantengo en reserva por obvias razones que no tengo porqué explicar en
estas líneas) y le hizo perder el equilibrio; y el hombre, para no caerse, se
agarró de una punta de la mesa. Al hacerlo hizo volcar el vaso con jugo que le
había servido al periodista, quien lo había apoyado en el centro de la mesa
para asegurarse de que el hombre no lo rompiera. El vaso se volcó, pero no cayó
al piso. El jugo se deslizó hacia donde estaba sentado el periodista, quien se
levantó de un salto y golpeó la mesa, mientras veía con cierto espanto cómo el
vaso giraba hacia el borde, camino a caerse y golpearse contra las baldosas
contras las que seguramente se partiría en decenas de pedazos, grandes,
pequeños y más pequeñitos. Pero eso no sucedió. Ambos se miraron sorprendidos y
comenzaron a reírse. Y mientras se reían, el hombre quiso agarrar el vaso, y en
ese momento Bobby, que no paraba de mover la cola, saltó de alegría sobre su
dueño, quien sin poder evitarlo, soltó el vaso que aún no tenía bien agarrado.
El periodista recordaría tiempo después que vió caer aquel vaso en cámara
lenta.
- Recuerdo haber visto caer aquel
vaso en cámara lenta – explicaría años más tarde.
El vaso fue dando vueltas en el
aire. El hombre ni intentó salvarlo. Sería el vaso 10.001. “Bueno, igual iba a
buscar el cuaderno” pensó mientras el vaso caía. Pero algo extraordinario
sucedió en aquel momento en que el hombre pensaba “Bueno, igual iba a buscar el
cuaderno”.
El vaso llegó al piso y no se
rompió. Solo rebotó 2, 3 veces, giró un poco, y se detuvo. El hombre y el
periodista ya no se reían. El hombre acomodó la silla en su lugar, se sentó,
mientras acariciaba la cabeza de Bobby y miraba el vaso con un gesto de
extrañeza que al periodista, hombre de palabras, le costaría describir.
A partir de ese momento, al hombre
que rompía todos los vasos nunca más se le rompió otro vaso. En su casa no se
le rompió ninguno más, porque cada vez que salía a comer, a tomar un trago en
un bar, a visitar amigos, rompía todos los vasos que usaba. Todos,
invariablemente.
- ¿Y qué hizo entonces? – le
pregunté
- ¿Y qué más podía hacer? Me compré
un cuaderno nuevo.
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